domingo, 11 de febrero de 2007

RAFAEL IELPI

Con ansias constantes

El boliche rebosaba de gente. Se codeaban los matones con las prostitutas y un engominado presentador insistía con desgano en su cantinela: Pasen a ver, señores, la mujer/ la mujer más gorda del mundo. Nadie parecía darse por aludido y el bandoneón de un gordo con cara de niño se mezclaba con la guitarra de un tipo de ojos dormidos, como en un matrimonio perfecto, inhumano.
Los mozos iban y venían portando bandejas de metal sos­tenidas a la altura del hombro: vasos con ajenjo lechoso de dudosa procedencia; copas decoradas con filetes en las que bur­bujeaba apenas un champagne tibio, intomable: una cristalería de secretos y misterios.
Un canillita entró voceando las noticias de la noche. Eran las mismas del día anterior y del mes pasado y de hacia veinticinco años: inmutables, eternas. Una muchacha, entre risas ahogadas, contaba a otra los equívocos amores y las desdichas de su amiga Esther. Un hombre con el pelo revuelto y ojos de loco bailaba con la sombra de una mujer en medio de la pista desierta.
-Malena canta el tango como ninguna -me informó en el oído una voz que me sonaba familiar. Me di vuelta para encontrarme con una sonrisa llena de dientes albos, perfectos. El peinado se le estiraba hacia atrás, reluciente. No tenía una sola arruga en la cara como de harina.
-¿Le parece? -pregunté haciéndome el distraído, pero no tenía la menor idea de quién era la Malena ésa. El me miró con una cierta dosis de piedad, perdonándome la vida. Se ajustó el foulard alrededor del cuello, se puso el sombrero de copa que mantenía sostenido con la punta de los dedos junto a su pierna y tapó con él la brillantez engominada y tirante. Tiene pinta de gigoló, me comenté a mí mismo con desgano. El me echó una mirada de costado, con malicia de compinche y después dejó de interesarse en mí. Me pareció lógico.
Había conocido tantos latinos en los últimos veinte años que éste podía haber sido perfectamente uno de los tantos, pero algo me sonaba distinto en él. No estaba para investigaciones esa noche, no tenía cliente que me pagara viáticos, nadie aguardaba mis conclusiones, de modo que yo también me desinteresé de él. En el fondo del local, Juancito Caminador se empeñaba en convencer con sus historias a una rubia con cara de soberano aburrimiento. Los cabellos de oro se le caían sobre los hombros dorados.
Miré la pista: ninguna cara conocida. Allí todo era baile pausado, diálogo de pieles, frotamientos, cadencias. Una vez, en el Hotel de la Bahía, había bailado yo también con una muchacha que quería volver al pasado: no funcionó.
Una mujer con grandes ojeras me hizo una seña con la cabeza, pero no me gustaron sus ojos; tenía una mirada perdida, como de borracha o algo peor. Ella insistió con el gesto y me acerqué. A centímetros, la impresión no mejoraba para nada.
-¿No te acordás de mí?, me dijo sonriendo, pero no consiguió arreglar mucho más el asunto.
La verdad era que no me acordaba para nada. Hice un esfuerzo, porque me daban lástima sus cejas fruncidas, su voluntad por ayudarme en el ejercicio de memorias. Pero no hubo caso.
-La verdad que no.
-El caso Murdock -me dijo. Parecía que se jugaba la última carta a un miserable par doble.
La recordaba perfectamente, pero hubiera sido mejor que no. Aquel no había sido, precisamente, uno de mis mejores trabajos, pero así son a veces las cosas.
-Sí -concedí sin embargo-: ahora me acuerdo. ¿Cómo anda eso?
La mujer me miró con resignación. Se veía que no le había ido demasiado bien, pero no era de las que dan el brazo a torcer. El vestido estaba bastante usado ya, y el tapado de piel no era por cierto un estreno, pero los llevaba sin vergüenza y hasta diría que con altivo decoro.
-No me puedo quejar -murmuró- y aunque me quejara, ¿qué arreglaría?
Le dí la razón y terminé invitándola con un whisky. De a ratos, observábamos el ambiente, intercambiando frases sueltas y tomándonos a sorbitos la bebida desastrosa. El barman me miró un par de veces con cara de póker, pero adiviné que se divertía con mi conquista. Le tiré un beso y huyó despavorido: un viejo sistema que todavía funciona a veces.
-¿Seguís en la misma oficina? -preguntó al rato-: espero que hayas mejorado la decoración. Eso parecía una pocilga...
-A mí me gusta así -dije-; debe ser porque uno termina por acostumbrarse o elije una escenografía única para toda la obra...
Ella se encogió de hombros: Vos no cambies más, dijo. Y como eso yo ya lo sabía, e incluso lo habíamos discutido hacía mucho tiempo, los dos sentados en aquella oficina desordenada, distrayéndonos mirando el vidrio esmerilado con las letras doradas ya bastante pálidas, la conversación terminó.
Le pagué el whisky, ella me lo agradeció con un gesto desabrido y se fue caminando hacia el fondo del local hasta que la perdí de vista.
Me miré en el espejo que estaba detrás de la barra. Un tipo de cara alargada, con algunas arrugas en los costados de la boca fina y el pelo que empezaba a ralear un poco, me observaba con una especie de mueca de hastío. Tenía una sombra de barba azulina en la cara y se pasaba la mano por la barbilla como sopesando la posibilidad de una afeitada rápida que mejorara las cosas. Detrás suyo, se movía una cantidad de gente que pasaba en parejas, gesticulando y riendo. Hola, Philip, lo saludé con desapego. El me devolvió el saludo. Después, los dos nos levantamos, alzamos el vaso al mismo tiempo y bebimos también a la par. El barman me miraba fascinado, sin atreverse a decir una sola palabra.
-Perdone lo de hace un rato. No acostumbro a tirarle besos a los hombres, pero no me gusta que fisgoneen en mis asuntos -dije. Le pedí otro whisky y me lo sirvió con tanto esmero que casi me hizo sonreír.
-Sí, señor. Perfectamente, señor -comentó con aire jocoso, pero se ubicó en la otra punta de la barra. En eso, sentí que me tocaban el hombro con suavidad.
El morocho del sombrero de copa y el foulard me contemplaba con aire cínico.
-Te estuve mirando, pibe -dijo-: no sos muy galante con las mujeres, ¿no?
-Nunca me lavo dos veces los pies en el mismo río -contesté.
El me volvió a mirar otra vez, con esa sonrisa llena de dientes y la cara como maquillada, blanquísima.
-¡Qué corso, hermano, qué corso! -dijo-: así te vas a quedar de araca, como los giles...
Eso es lo que tienen los latinos -pensé-: siempre hablando como si estuvieran en el ghetto. No se les entiende un carajo. Se dio vuelta dando por terminada la cuestión y me dejó parado junto a la barra. Las parejas se trenzaban en los pasos, se buscaban una y otra vez y se desencontraban con la misma tenacidad. El bandoneón del gordo parecía haberse quedado dormido en una nota sorda, melancólica. La guitarra lo seguía, solícita, dos pasos más atrás, con un dejo de nostalgia. Una música triste.
Cuando quiso seguir caminando, tres mujeres le cerraron el paso con risas y grititos histéricos. El las atendió galante, un poquito a cada una. Betty, Peggy, Mary, iba diciéndoles y las tres se contorsionaban como si alguien les metiera la mano debajo del vestido.
Estuvo un rato en esa gimnasia y al final pudo despegarse con esfuerzo. Las tres se quedaron paradas, solas, como tres figuras de cartón sostenidas por una invisible varilla en medio de la escena. Las boquitas pintadas se les habían abierto en una O de absorta bobería. Cuando se dieron cuenta, la avalancha de bailarines las engulló metiéndolas dentro de la pista al compás de una música alocada.
El había conseguido llegar casi a la puerta. Saludó con una mano al tipo de la barra, que secaba el mismo vaso desde hacía como diez minutos con un repasador de blancura dudosa. Después, empezó a subir los escalones con andares de bailarín. Se le oía canturrear, a pesar del ruido y de las voces: con ansias constantes de cielos lejanos.
El barman lo miró irse y le envió displicentemente un saludo tapado, ahora sí, por el ruido de la música y los gritos que venían de una mesa donde sonaban pitos, matracas y estampidos de corchos de champagne golpeando contra el techo encalado. No me gustaban los borrachos ni los tipos de la barra que se pasan de confianzudos con el cliente. Eso era parte de mi código: poco diálogo con ellos.
Los tipos de la mesa eran cuatro, con tres rubias teñidas que trataban de ganarse los billetes con entusiasmo digno de mejor causa. O no, nunca se sabe. Una de ellas me miró largamente. Después, en un descuido de los otros, me guiñó el ojo; parecía un poco joven, un poco ebria, un poco drogada. Le di la espalda. Esas aventuras nunca terminaban bien. La hija de un senador, una vez, me había enredado en una de ellas y todavía, de noche, me despierto arrepintiéndome de eso y maldiciendo mi es­tupidez. Algunos casos fáciles quedaron perdidos para siempre por su culpa y algunas de las arrugas que me miraba cada mañana provenían también de ese tiempo.
El tipo de cara alargada había vuelto a acodarse en el bar, tieso en la banqueta y me miraba con aire crítico, otra vez escéptico. Volví a girar hacia la pista: esa era una noche de con­vidados fastidiosos.
Muy cerca de su rubia ahora, Juancito Caminador parecía haber ganado valioso terreno en su trabajosa conquista. Ella atendía sus palabras con una sonrisa que ya no lucía tan profesional como hacía un rato. Se veía que estaba flaqueando, esperando que después de todo aquello llegara algún mágico colofón que la sacara -que los sacara a los dos- de aquel cabaret del Bajo y los transportara a otro sitio, a otros paisajes recor­dados y entrevistos hacía tiempo, mucho tiempo. Mon cheri, susurró medio avergonzada de su pronunciación, pero Juancito, que apenas sabía decir merde en francés, no escuchó sus palabras.
El anunciador, cansado de pregonar una mercadería que nadie compraría jamás en ese lugar, se había sentado al costado de la pista y compartía su aburrimiento con un tipo delgado con cara de fullero. Poco a poco, la cabeza se le fue cayendo sobre los brazos cruzados, hasta quedar apoyada en el pulido mármol de la mesa. Entre dientes, seguía murmurando su letanía: si quiere ver la vida color de rosa,/ eche 20 centavos en la ranura. Me pareció caro pero eché la moneda en la ranura de la máquina iluminada. Sobre el bandoneón cachaciento y la guitarra nítida, surgió la voz que decía con ansias constantes de cielos lejanos.
El tipo con cara de fullero se me aproximaba caminando de costado, como si estuviera bordeando las mesas de un poblado garito. Debe ser la costumbre, pensé. Cuando llegó a mi lado, me miró atentamente, reconociéndome poco a poco.
-Hola, Philip -dijo y me tendió la mano.
Lo miré un instante y recordé otra vez todo: una noche en un garito, una pelea y algunas balas perdidas que encontraron, pese a eso, destinatarios. Una mano que me guió en medio de la os­curidad angustiante hasta abrir una puerta sobre un callejón desierto. Una palmada en el hombro y la puerta que volvió a ce­rrarse dejándome solo pero salvo. Le dí la mano.
-Hola -contesté. Nunca había sabido su nombre, pero no im­portaba demasiado-: ¿Cómo va eso?
-No me puedo quejar -dijo él, y se sentó en un taburete a mi lado. Estuvimos tomando más whisky, hablando de otros tiem­pos, otras voces y otros ámbitos; se nos mezclaban ciudades, mujeres, bares y recuerdos. Cuando se terminaron esos temas, nos volvimos a dar la mano y se fue.
Miré hacia la escalera que llevaba a la calle. La rubia que es­taba esperando desde hacía tres horas no había aparecido y quizás nunca se le cruzó por la cabeza aparecer, pero así son los riesgos en este trabajo. A veces se pierde y, muchas veces, también se pierde. Las millonarias suelen tener esa condición voluble que las hace mucho más exóticas todavía. La música seguía sonando más triste cada vez, El gordo y el guitarrista parecían estar en el limbo. Cuando salga de acá, voy a escuchar un poco de jazz, pensé, sintiendo que se me secaba la garganta.
El tipo del sombrero de copa y el foulard ya se había perdido en la noche cuando salí, pero a mí me seguía pareciendo que a esa cara ya la había visto en otra parte. Me quedé siempre con la duda. O yo tenía mala memoria para las caras o él tenía una mala cara para mi memoria.


ooooOoooo

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