martes, 19 de junio de 2007

ARIEL R. SUAREZ



SAMARCANDA

Samarcanda, La Falda, Praga, Dallas, Paraná, Alaska, Canadá, Tampa, Salta, Yakarta... Todo lugar es su reino y no hay lugar que no sea, por definición, destinal.
Pero uno no se dedica a filosofar ni hace largas asociaciones geográficas cuando el frío te entra hasta los huesos, y las balas zumban a tu alrededor, por más que se quiera sostener una insostenible posición a sangre y fuego, mientras los defensores van cayendo uno tras otro, abonando con su fresca sangre la helada turba que cubre unas islas perdidas en el Atlántico Sur. Tierra desafortunada, maldecida con el privilegio de ser mortaja y ataúd de la flor y nata de la juventud argentina.
Tampoco se piensa demasiado en las ironías del destino, como la de estar matándose en ese lugar, en una pradera que los argies llaman Ganso Verde, algo redundante si para gansos están ellos y para verdes los uniformes.
Los paracaidistas británicos avanzan imparables, inmisericordes. También hay sangre inglesa pagando el tributo por cada metro que avanzan. Matan y mueren con la misma férrea decisión de las tropas argentinas, con la misma inconsciencia. Pensar es un verbo prohibido en medio de la batalla. 'No matarás' es un mandamiento ignorado cuando las bayonetas se tiñen de sangre
El teniente López hace lo que tiene hacer, matar y no pensar. Grita órdenes a sus hombres, y dispara y dispara...Su fusil convierte a dos esposas en viudas y condena a tres chicos a crecer sin padre, allá lejos, en la Gran Bretaña. Pero el ignora estos hechos y talvez sea mejor así.
Su cargador se termina. Se agacha en su pozo de zorro no sin antes gritar a sus hombres que no aflojen, que sigan tirando...Saca el cargador vacío y pone otras nuevas balas en su fusil...Respira profundo antes de levantarse...el aire huele a pólvora y sangre. Se para en el pozo, apunta y... Y es entonces cuando la ve...Una fría serpiente recorre su espalda. Es la Muerte misma, sonriente, supervisando su abundante cosecha de sangre. En un instante sus miradas se cruzan y un extraño gesto aparece en el rostro de la Muerte. Por primera vez en su vida el teniente López conoce el terror. Y corre...corre como loco, como poseso. Tropieza, cae, se levanta y sigue, sigue, sigue...hasta que una bala destroza su pierna derecha y detiene su frenética carrera. Duele mucho, demasiado. Se desmaya.
Es afortunado. Unos enfermeros lo encuentran y lo llevan a un hospital improvisado en la escuela de Puerto Argentino. Se siente tranquilo, seguro. Además, cuando ya esta lucido, le dicen que tiene mucha suerte, que no va a perder su pierna. También le informan que vuelve al continente en el vuelo del día siguiente, junto a otros heridos. Para todos ellos, esta guerra terminó.
Afuera, el sol va perdiéndose en el horizonte. La noche no es la mejor amiga de los soldados argies apostados en las Falklands.
Con las sombras ya impenetrables, como cada noche, una fragata inglesa cañonea sistemáticamente las posiciones argentinas en esa ciudad que los hijos de la Gran Bretaña llaman Port Stanley. Romper los nervios argies, quebrarles el sueño, hacer todo el daño posible...Pero esa noche no seria como las otras.
Uno de los cañones acierta en el hospital. Un error. Uno más de los que siempre se comete en toda guerra. Después vendrán las disculpas.
Pero eso ya no importa para López, tirado en el suelo, ve como la sangre que escapa de su cuerpo le lleva la vida. Mientras, su mirada vuelve a encontrarse con otra mirada ya conocida, ya temida. Una visita de último minuto.
-¿Por qué ahora? - pregunta el teniente - Si nos vimos en Ganso Verde, te vi hacer un gesto...y yo...yo creí...
- ¿Que creíste?- pregunta la muerte, con cierta curiosidad en la voz.
- Que venias...a...buscarme...en la pradera...- solo un hilo de voz tiene para esas palabras.No, ese fue un gesto de sorpresa. Me asombró verte en Ganso Verde, tan lejos de Puerto Argentino donde, precisamente, tenía que encontrarte esta noche.

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