martes, 2 de octubre de 2007

CARLOS MARGIOTTA

LA NOCHE ANTERIOR
Amanece, lo anuncia el tren de las seis y cuatro atravesando el barrio, como un río torrentoso. Las vías de metal, crucificadas sobre los durmientes de quebracho resignado, crujen junto al trueno de la máquina diesel que grita al detenerse y al partir de la estación de chapa y madera que se esconde entre los edificios clavados en la orilla de la avenida principal, y las casas desparramadas entre la arboleda como dados arrojados al azar por un cubilete gigante.
El sol cuadriculado, cae sobre el ventanal de la habitación que da a la calle, estrellando sus rayos amarillos sobre el cubrecama de dos plazas y penetra a través de los agujeros simétricos de la cortina desenrollada hasta el piso de baldosas oscuras. Después, el barrio se llenará de otros ruidos, los camiones cargados de mercancías, los coches esquivando las arrugas del pavimento, la gente esperando en grupos alrededor de las paradas de los ómnibus, yendo hacia el trabajo cotidiano, y los niños alborotando en la esquina del colegio.
La mujer subió por la estrecha escalera del tren de las seis y cuatro, llevando un bolso de tela azul colgado de su hombro derecho, y un atado de ropa en la otra mano. Caminó por el pasillo del vagón vacío de pasajeros, y en la mitad de su recorrido se acomodó en un asiento junto a la ventanilla, apoyó el bolso en el piso y lo sujetó el atado de ropa entre sus piernas sosteniéndolo contra el pecho con los brazos cruzados. Su imagen joven se reflejó en el vidrio salpicado de gotas secas de lluvia, mostrando el hermoso rostro alargado con su nariz delgada a la sombra de sus gruesas cejas de pelo negro que a él tanto le gustaban. Sus labios de curvas tristes le habían dicho en la noche anterior: "Me voy porque tengo miedo", ese miedo perdido y recurrente que de pronto la asaltaba como una ausencia, alejándola del hombre con la que se sentía feliz.
Entrecerró los ojos profundos y vio el camino desértico que la llevaría al pueblo de su infancia, vio a su madre enferma de recuerdos contando cuentos desde el sillón de paja (los cuentos que le contara Enelda), vio a sus sobrinos jugando a la guerra con fusiles de madera en el patio de tierra humedecida, vio la tumba de su padre, vio su regreso por la misma vía cansada, y escuchó el sonar de la campana de la vieja estación, y el empujón seco sobre el pecho rompiendo la inercia del tren oprimiendo su espalda contra el respaldo del asiento.
En ese mismo instante, el hombre bajó de la cama donde estallaba el sol, enrolló la cortina del ventanal y lo abrió de par en par para respirar profundamente antes del primer cigarrillo. Los perros del vecindario aullaban unos con otros entre los restos de una bolsa de basura, como en un coro desafinado. Estaba de mal humor, enojado consigo mismo, tal vez, por no haberla acompañado a la estación de tren como ella se lo había pedido esa noche. Se rascó la barba con las dos manos frente al espejo adherido en la puerta central del ropero de roble, y sintió el peso del día naciente con sus obligaciones, y las ganas (él también) de escapar de la rutina del hospital en esa ciudad tan querida que últimamente lo agobiaba tanto. Prendió la radio portátil cuando la locutora de voz monocorde leía las noticias como una oración mil veces repetida. Caminó hacia el baño entre bostezos, donde lo esperaba una ducha caliente. Guardó en el botiquín empotrado entre lo azulejos, la cajita de polvos multicolores con la que ella resaltaba sus mejillas tiernas y el cepillo de cerda para alisar su pelo ondulado. Quizás los había dejado allí a propósito, para que recordara de su presencia entre otras cosas desordenadas cuyo uso desconocía. "Siempre te estás yendo", le había dicho sin rencor la noche anterior, mientras se quitaba la ropa antes de acostarse desnudo junto a la mujer que lo invitaba a acariciarla en toda su inmensidad abandonada sobre la sábana hasta el final sin aliento. Después de todo, pensó, ella siempre volvía a su cuerpo encendido como en eterno retorno porque a pesar de todo, él sabía que lo amaba. Sin embargo, en ese otro lugar que habita entre la razón y el instinto, presentía que esa noche sería la última.
El tren se fue alejando de la ciudad y ganado kilómetros en el paisaje árido. Ella, entre sueños, creyó verlo correr por el andén tratando de subir al vagón para decirle lo que siempre había querido escuchar: "Quiero tener un hijo tuyo". El guarda le toco el hombro y le pidió los pasajes. La imagen se apagó abruptamente como su deseo. Esta vez, en el fondo de su intimidad, sabía que no iba a volver, y se sintió un aliviada.
El trabajo en el hospital transcurrió entre urgencias quirúrgicas, los reclamos de abastecimientos medicinales, la atención de los pacientes, y la preparación del personal auxiliar para un alerta sanitario que lo distrajeron del recuerdo durante la jornada. Al atardecer, mientras tomaba un café, pensó en ella. Se vio corriendo el tren desesperado y subir al vagón donde la imagen de ella se reflejaba en la ventanilla salpicado de gotas secas de la lluvia, y pedirle que se quedara para siempre.
El sonar de las sirenas lo volvieron al presente, apenas tuvo tiempo de dar algunas órdenes cuando el cielo se cubrió de aviones. Las primeras ambulancias empezaron a llegar una hora después del bombardeo, cuando el hospital ya estaba a oscuras. Se rascó la barba frente al espejo colgado encima del lavatorio de la sala de operaciones mientras traían a un herido. Vio en su rostro correr un brillo como una lágrima, y se puso los guantes de látex cuando estalló el primer misil.

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