domingo, 8 de junio de 2008

NORBERTO PANNONE


LA TARDE QUE ME VISITÓ BORGES

Tarde invernal, tediosa y de sólo tres grados de temperatura. Soplaba viento del sur y esto hacía que la sensación térmica fuera de cero grados.
La calle se hallaba desierta y los árboles de hojas caducas agitaban sus desnudos tallos como en una extraña y vegetal añoranza de tiempos mejores. Nostalgias de savia y clorofila.
Todo aquello veía desde mi ventana que daba a la calle Mitre. Desde esa habitación, mi preferida, observaba aquel paisaje invernal. Bajo la exigua luz que entraba a través del vidrio, trataba de encontrar la rima de un verso, huidiza y necesaria.
En realidad, estaba ansioso, aguardaba el auto gris.
La noche anterior me habían dicho: “Espera un auto de color gris, en él, va a llegar Borges a tu casa”.
Las horas se sucedían atormentándome con un explicable nerviosismo. Para calmarme, me decía en voz alta: “Fue sólo un sueño. Borges está muerto. Te estás volviendo loco”. Sin embargo, contrariamente a este rasgo de mi pensamiento, yo seguía observando la calle desde mi ventana, porque, aunque no pudiese probarlo, sabía que Borges iba a llegar a las 17:40.
Un auto gris se detuvo frente a mi casa. El conductor descendió del coche, abrió la puerta posterior derecha y Borges bajó del vehículo. Vestía un traje gris a rayas. Llevaba una camisa celeste y no tenía corbata… Sonó el timbre y abrí la puerta. Borges miraba sin ver, pero al oír el sonido, me saludó.
-Buenas tardes, ¿puedo entrar?
-Sí, pase, señor Borges.
Entró tras de mí, empuñando su bastón. Nos sentamos en la sala y el genial literato preguntó:
-¿Cómo era su nombre?

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