martes, 19 de agosto de 2008

ADRIÁN N. ESCUDERO


DESPEDIDAS

Ahora recuerdo lo que Él dijo, cuando “algo” tosco apareció entre sus manos y sus labios sentenciaron: “Cuando el Tiempo aprisione tu vejez, quizá, leyéndolo, puedas escapar de sus rejas y barrotes infranqueables…”.

El Muchacho -28 años recién cumplidos-, recibió del viejo un gastado libro. Un libro de tapas tan duras como las miradas jóvenes y antiguas que se cruzaban, desafiantes, por última vez.

Un libro de tapas duras con letras doradas nominándolo a jirones, más allá de los rasguños del tiempo y del uso. Un libro denso, de hojas tibias y quebradizas, tan delgadas y finas como la figura enhiesta de quien lo sostenía, con manos trémulas y tan tibias y quebradizas, como las hojas del libro denso de tapas duras con letras doradas nominándolo a jirones. Una especie de Biblia ahora virginal entre sus manos, aceptada sólo por debido y humano respeto, por última vez.

Recuerdo también que, luego, el Muchacho sonrió con lástima ante el rostro apacible del Anciano que lo miraba con dulce firmeza y el brazo extendido y la mano abierta, en vano intento por estrechar la de su hijo, por última vez.

El vacío ocupó la desairada nobleza de aquel antiguo gesto de amistad entre los hombres, y, el Muchacho, después de abandonar con displicencia el libro viejo del viejo Anciano, lo arrojó con desprecio en un cajón de su hasta ayer lustroso escritorio de avanzado estudiante de posgrado… Y, dando media vuelta, se marchó con un “chau, para siempre…”, del hogar paterno, pensando, lo sería, por última vez.
(Heredada por un hermano menor, aquella casa -la del libro- nunca se vendió. Y ahora que recuerdo lo que Él dijo, cuando “algo” tosco apareció entre sus manos y sus labios sentenciaron: “Cuando el Tiempo aprisione tu vejez, quizá, leyéndolo, puedas escapar de sus rejas y barrotes infranqueables…”, un Muchacho, cierto Muchacho –ya entrado en años-, tumbado sobre la puerta de entrada, tras un timbrazo de estridencia entrecortada por invisibles sollozos, volvió aquel día a aquella casa, con tembloroso pulso y arrugas cristalizadas en el cuerpo, a buscar ese “algo” que había olvidado en un cajón de su hasta ayer lustroso escritorio de avanzado estudiante de posgrado, a comienzos de una -ahora- vana existencia arrepentida…).

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