miércoles, 6 de octubre de 2010

NORBERTO PANNONE


MOISES

La tarde invadida de plácidos soles, recogió en su otoñal condición el llanto inaugural.
Casi a orillas del río, entre un grupo de zarzos, nació el niño.
Su madre era de una palidez increíble y de cabellos casi blancos, como la paja del trigo excesivamente maduro.
La mujer lo sumergió en la corriente y lo enjuagó, de inmediato, lo envolvió en una manta y lo trajo hasta el regazo dispuesta a amantarlo. El niño interrumpió su llanto en el reconocimiento.
Canú, asustado, llegó desde la fronda y se arrodilló ante la pálida mujer en señal de respeto y gratitud. Después, lloró algunos instantes y volvió a la nave que partió velozmente.
El niño sin nombre, crecía con la misma plenitud de la naturaleza que lo rodeaba.
Había aprendido a dar sus primeros pasos demostrando una extremada atracción por el río. Debido a su obsesión por el agua, su madre le había bautizado Moisés.
Así, a medida que crecía, pasaba largos momentos contemplando el remanso que se formaba en el recodo del río. Le fascinaba la orilla opuesta donde, por las tardes, la arena brillaba bajo el sol.
Desde la otra margen, cuando su madre no estaba alerta, sobre la rubia arena, otro ser, exactamente igual a Moisés, también se extasiaba en la mutua contemplación. Tenía el mismo color que los ojos que Moisés y el cabello tan rubio como la paja del trigo excesivamente maduro.
Fue así que, llegada la cuarta luna del año solar, Moisés, decidió cruzar hasta la otra orilla. Bajó por la pequeña barranca pedregosa, apoyó sus pies sobre la superficie del agua y, sin ninguna sorpresa ni temor, sin hundirse, caminó sobre la superficie hasta la otra orilla donde la hermosa criatura que había contemplado desde tanto tiempo lo esperaba ansiosa-mente. Descubrió en aquel momento, la diferencia de sus formas.
Largo rato se miraron a los ojos al tiempo que establecieron el contacto. Después, durante varios soles, Moisés cruzó hasta la otra costa del río, siempre sin hundirse.
Canú, llegó un atardecer y le recriminó. Esa fue la última vez que supo de él. Luego, recordaría por largo tiempo la traza azul que atravesó la cima del bosque.
Una tarde, hallándose el joven caminando de regreso sobre la faja del río, justo en el medio del cauce, comprendió que ya no podría resistirse a la tentación de volver al otro día, y al otro, y al otro...
Entonces, fue allí que Moisés se hundió velozmente, desapareciendo definitivamente de la superficie.
Quizás ahora, el trigo no volvería al rubio color del henil excesivamente maduro.
sin nombre.

-Junin, Buenos Aires-

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